La ilusión en el espejo
20/11/11
Dejar
13/7/11
Pongamos que hablamos de ti.
Quédate a dormir conmigo, retumba la voz desde el alcohol y él se encoje de hombros y entra. Dormirá ahí, no porque sea de noche sino porque es de mañana y no parece importar nada. Él cree que pasará algo, tan masculino de su parte: elucubraciones basadas en quimeras; pero ella demasiado borracha le da una playera y antes de nada se queda dormida, después de desear buenas noches a las 6 de la madrugada, perdida, como narcotizada. Alcoholizada (suena mejor, piensa).
Duerme dándole la espalda, como la gente que no está acostumbrada a dormir con alguien más, pero se deja abrazar y se deja tocar. Más bien no siente nada, tan dormida que está. Él quiere tocar y toca, pero no sirve de mucho.
Le toma tímidamente la cintura y al ver que no pasa nada se sigue al estomago, juega con el ombligo y ella no se despierta; envalentonado sube la mano a los senos, de esos pequeños que la mano alcanza a envolver sin ninguna dificultad. Luego, y porqué no, le toca las nalgas y las piernas. Las manos corriendo por sus piernas: los medio ebrios a las 6 de la mañana son gente más bien tristona, son gente muy tonta que atasca su piel con otra piel inconsciente hasta que se cansa de tocar y cae dormida.
No es un sueño pesado como el de quien duerme a su lado; más bien sueño intermitente, del que sale cada vez que ronca la muchacha. La gente que ronca no sueña demasiado, piensa él, basándose en nada para hacer tal afirmación. Decide, mientras la oye suspirar, que lo mejor es abrazar la cursilería propia de las madrugadas nubladas y dejarse llevar a oscuras esquinas de su pensamiento que no suele visitar.
Se pregunta si realmente la desea o sólo es porque está tan allí, tan cerca, tan caliente. “Una muchacha tan cálida no puede tener frío” recuerda y sonríe (¿se sonríe o le sonríe?). La frase no viene nada mal. Ella es una muchacha cálida que a pesar de advertir que no abraza se la pasa pegándose a él para ser abrazada, siempre dándole la espalda, dándome las nalgas (ahora sí se sonríe).
Se imagina un futuro con ella. El relato de siempre: se ve despertando en esa cama todos los días, bajo las sabanas rosa mexicano, del lado izquierdo, junto a ese cuerpo. Ve el giro para apagar el despertador y acurrucarse con ella 5 minutos más, porque afuera seguro llueve. Imagina las manos alrededor de los pequeños senos y en las nalgas, sujetándose a ellas como si soltarlas fuera motivo de naufragio. Piensa en las cenas y los desayunos, las salidas al cine, al café, a caminar. Sonríe al verse tomados de las manos, no sabe por qué es, pero le gusta tomarla de la mano, le gustan sus uñas. Hace memoria y las manos se entrelazan siempre que ella ya ha bebido, nunca antes, nunca después.
Piensa en sus manos sobre la cintura de ella (¿de quién más? Y no se le ocurre nadie más). Piensa en el alcohol y en la vida rápida que ella lleva y no sabe pintarse del todo en ésta. Imagina los labios que no ha sentido jamás darle un beso. Ella sigue dormida y seguramente no despertará ¿debe robarle un beso, sólo por no quedarse imaginando eso? Decide que no; en el fondo no se atreve a llevar el relato más allá, pero aún así sigue imaginando. Ve las discusiones en la calle y en el cuarto, los ve dormir de espaldas sin rozarse y luego ve como rozarían primero los pies en señal de tregua y la vuelta y el beso y las manos y la reconciliación. Alza las cobijas para verle los pies, los ha sentido ya pero no los conoce. No le gustan. Recuerda la historia de los pies bellos ¿busca él una mujer con pies bellos, armónicos como canción de José Alfredo?
Después se dedica a imaginar rupturas y reconciliaciones, más manos y más lágrimas; más espaldas y otras camas. No sabe pintar en la fantasía cuanto tiempo durarían, toda la vida o un mes, ni idea.
Se da cuenta de que lo que sabe de la vida lo sabe por culpa de los libros y de que en realidad no tiene idea de nada. Le llena un sentimiento de afecto y gratitud para con la chica que se apoyaba en su antebrazo, tan cursi él, tan inexperto. Así, dormida, le está enseñando más que muchas otras que tienen los ojos abiertos y mueven las pestañas al ritmo de las caderas.
Mejor piensa en el final de la hipotética relación con la chica de los ojos cerrados que ronca y se mueve y se pega a él.
Piensa si sufriría la inmensa pena de su extravío y si sentiría el dolor profundo de su partida, como dice la canción, exagerada como todas las canciones de amor (de desamor, se corrige). Ella empieza a despertar, como quien no quiere la cosa, como quien no ha soñado.
Él deja de inventarle una vida, la conoce: está ahí frente a sus ojos, en su recámara. Y al despertar por completo hablarán, no sabe sobre qué, pero lo harán.
Se marcarán, de vez en cuando, sólo para quedar e ir a dormir juntos, seguramente sin sexo ni nada, sólo dormir juntos, ¿de espaldas?, no, roncando y abrazándose (ella de espaldas y yo abrazando, precisa).
Ahora lo que queda es despertar y charlar mucho tiempo bajo las sábanas, porque afuera estará nublado y así nadie quiere abandonar la cama de la muchacha cálida. Antes de que ella abra los ojos por completo piensa que a las soledades a veces les da por querer dormir juntas.
5/3/11
Lolita de pesero
9/11/10
A veces
Últimamente me ha dado por empezar mis textos, frases y cualquier forma de comunicación oral o escrita con “A veces”. Ciertamente no es algo muy conveniente; si de por si los telegramas hoy en día son caros, ahora con esta manía pues mucho más. “A veces todo bien en casa (stop) que tal el viaje (stop) cariños Rodrigo (stop)” y por supuesto se presta a malinterpretaciones; mis padres regresaron de su viaje corriendo porque creyeron que la casa se derrumbaba.
Estoy consciente de que esta situación es insostenible. Tal vez debería ir con un doctor, un terapeuta o un chamán para que me quiten esto. Puede que sea una antigua maldición que alguien me echó porque le dije “siempre” o “jamás” sin dar ninguna posibilidad de cambio. Tal vez un día en un restaurante el mesero me preguntó que quería y yo sin pensarlo le dije que siempre comía pollo, como si él debiera saberlo. Seguramente el mesero muy molesto, pues no es adivino pero sí brujo, resolvió maldecirme: “Que nunca más vuelva a estar seguro de la temporalidad” debe haber dicho por lo bajo mientras me entregaba la cuenta.
Aunque si vuelvo a entrar al mismo restaurante y el mismo mesero vuelve a atenderme lo más probable es que yo le diga que a veces como pollo. Y si él no me reconoce (pues estoy seguro de que maldice a muchos comensales diariamente), el disgusto que se va a llevar. A veces creo, que no es culpa del mesero, sino de mi timidez e inseguridad. A veces creo que sólo es una muletilla para salir al paso de cualquier conversación; sea lo que sea, ya es incómodo.
Justo el otro día una chica me abordó en el camión y me preguntó si quería ir con ella por un café, que estaba triste y como yo le había sonreído un par de ocasiones pensó que no estaría mal ir a platicar con un amable desconocido. Yo, radiante de alegría le respondí que a veces me encantaría ir a tomar un café con ella. La linda princesita indie creyó que le tomaba el pelo (que por cierto era largo y muy bello) y se bajó del colectivo sin dirigirme la mirada. No me dio tiempo de explicarle que a veces digo a veces cuando la mayoría de las veces no tiene nada que ver con lo que en realidad quiero decir. A veces esto de iniciar con a veces me trae problemas. A veces me siento solo, porque nadie entiende mi dramático problema. A veces escribo posts al respecto.
30/10/10
La vida es una frase mamona y una orgía.
12/9/10
De plagios y otras curiosidades.
27/7/10
De ruidos...
Have you ever loved a woman so much you tremble in pain?
Have you ever loved a woman so much it's a shame and a sin?
-¡No me obligues a ir!- dijo ella con los ojos rojos de tanto llorar -prometo ser buena- continuó; pero nada de lo que ella dijera valía ya para mí. La puerta se abriría inexorablemente y ella tendría que salir. En realidad quería creerle, quería que todo fuera diferente; pero sé que mentía otra vez, sé que el ruido que me atormentaba seguiría ahí mientras ella no saliera.
- No sé a donde más podría ir- la desolación parecía cubrirla por completo y por un instante a mí también, pero me repuse y le espeté con ganas de terminar esto de una buena vez:
-Afuera estarás mejor.
Ya no soportaba el rítmico ruido que ella traía a mi vida: 60 veces por minuto, a veces más si me emocionaba, a veces menos si me relajaba. Era su culpa y yo lo solucionaría. La arrastré, con más pena que gloria, hacia la puerta. La eché fuera de ahí, y mientras se cerraba la puerta, el ruido se desvanecía. El “tun…tun…tun” dejaba de resonar en mi corazón: al fin el silencio.